Querido F.,
Hoy se cumplen trece años desde que te fuiste. Trece. Puede parecer una eternidad. O bien, un suspiro. Me doy cuenta de que el tiempo no borra todas las huellas que dejaron los afectos, ni atenúa del todo la punzada de tu ausencia. Es un aniversario que me gusta recordar con la palabra.
A veces me sorprende lo nítido que puede seguir siendo tu recuerdo. El tono de tu voz, tus manos como abrigo y brújula o tu mirada limpia, sin dobleces. Me enseñaste tanto sin pretenderlo… Sobre la vida, la muerte y lo que de verdad importa.
Quería contarte que hace unos meses publiqué un libro. Se titula “Tu historia no acaba aquí”. Y no lo digo solo por quienes, como tú, vivieron con coraje un diagnóstico oncológico, sino también por nosotros, los que nos quedamos. Porque nuestras historias se entrelazaron, se transformaron. Y aunque físicamente ya no estés, tu historia sigue viva en los que nos cruzamos contigo, en lo que hago en mi día a día y en lo que soy.
Al escribir tuve que remover memorias, algunas tan dulces como amargas. Fue como volver a remover fotos mentales o sostener tu mirada cuando sabía que lo sabías todo. Volver a esos días en que las palabras sobraban, y sin embargo hablábamos de todo. De lo que dolía, de lo que quedaba pendiente, de lo que ya no tenía sentido posponer. De la belleza que aún había, incluso en medio de la tormenta.
Muchos me han preguntado de dónde saqué la fuerza para escribir. Yo no tengo una respuesta exacta, pero creo que me viene de ti. De lo que aprendí acompañándote. Del privilegio de haber estado a tu lado, incluso en el momento más vulnerable, cuando ya todo se rendía, menos la dignidad. Fue algo francamente terapéutico para mi.
Aquellos días me cambiaron para siempre. Me hicieron más humana. Más consciente. También más frágil, aunque quizá eso también sea una forma de fortaleza. Comprendí que acompañar a alguien que amas con su enfermedad —y en su despedida— es una de las tareas más duras y más sagradas que existen.
Lo que tú me enseñaste, no venía en los libros de medicina que estudié. Era sabiduría de carne y hueso, de silencios y de miradas. Recuerdo tu forma de reír, cada gesto de bondad infinita, cada palabra amable, cada visita. Cómo tratabas de tranquilizar a los demás.
Tu historia está entrelazada con tantas otras que ahora pueblan las páginas de mi libro. Historias de sufrimiento, sí, pero también de reconciliación, de despedidas dignas, de vidas vividas con plenitud hasta el final. Me parecía justo dejar constancia de ellas. Y también, inevitable, dejar constancia de ti.
Te convertiste sin saberlo en uno de mis faros. En esos días oscuros, cuando me siento perdida, cuando las decisiones médicas duelen más de lo que alivian, cuando el cansancio pesa, pienso en ti. En lo que harías, en lo que dirías. Y entonces me siento tremendamente acompañada.
A veces me pregunto qué pensarías si pudieras leer lo que he escrito. Tal vez te reirías y me dirías que soy una exagerada. Que tú solo hiciste lo que pudiste, que no hay mérito en ser valiente cuando no queda otra. Pero yo sé que no es así. Yo sé cuánto coraje hacía falta para vivir lo que viviste.
Te echo de menos. No solo en las fechas redondas como hoy. Te echo de menos en los días anodinos, cuando algún día me sabe raro y no sé por qué, y en los días hermosos, cuando me gustaría poder compartir contigo una buena noticia, una tarde cualquiera, un silencio amable. Te echo de menos cuando alguien pronuncia tu nombre sin saber que fue hogar.
No sé si hay algo más allá, ni si estas palabras llegarán de algún modo hasta ti. Pero me reconforta escribirte. Me ayuda a seguir andando.
Gracias por tanto. Gracias por tu ternura sin ruido, por tu entereza, por seguir aquí, a tu manera, empujándome desde lo invisible.